24 feb 2009

Otra de Bancos

Siento repetirme en los temas, queridos asiduos de este blog, pero es que la vida se repite y se repite y se repite y se repite... Y uno de estos asuntos que, de modo natural, resucita sin cesar en nuestras vidas, es el de los bancos. He experimentado con ellos una reciente anécdota que no me resisto a relataros. Veréis.

Me encontraba resolviendo unos problemas en mi despacho de la Facultad de Ciencias cuando llamaron a la puerta. Adelante. Hola, buenos días, ¿puedo pasar? Se trataba de una joven atractiva vestida a lo ejecutivo y que llevaba un maletín de piel apretado bajo el sobaco. Del opuesto colgaba un bolso, también de piel. Don Alberto, soy del Banco B., y quisiera hablar un momento con usted acerca de una oferta, por si quiere trabajar con nosotros.

Andando, una oferta de trabajo. Y de una entidad importante. Como comprenderéis, me sorprendí con agrado. Y si encima habían enviado para captarme a la veinteañera más sexi de la institución, es que podría merecer la pena saber las condiciones. Pasa, pasa, por favor, y siéntate: venga, dime, te escucho. Sin embargo, si habéis sido más sagaces que yo, habréisi adivinado que ese trabajar con nosotros no significaba un sabroso puesto de directivo, sino que es esa la manera en que los bancarios se refieren en su jerga al hecho de traspasar mis cuentas y mis domiciliaciones con ellos. No obstante, tomé una pequeña venganza que me hizo olvidar la decepción.

¿Qué le parece, don Alberto? Seguro que el banco con el que ahora trabaja usted no le proporcionará tantas ventajas. No sé, la verdad es que estoy contento con él ¿Cuál es su banco, si me permite preguntarle?, ¿con qué banco trabaja usted ahora? Bueno..., no es un banco, es una caja de ahorros: la Caja C. Ah, ya, ¿y dice que está usted contento con cómo le tratan en Caja C.? Por supuesto, mira ahí, en la pared, ¿lo ves?, todos los años me regalan el almanaque. Ah, si es por eso, nosotros también regalamos almanaques. Sí, no dudo de que regaléis almanaques, pero seguro que en esos almanaques vuestros no salgo yo. ¿Cómo dice? Sí, te lo aclaro, ponte de pie y ven conmigo, ¿te fijas en la foto del almanaque?, ¿no adviertes nada peculiar?, ¿observas al que está sentado en ese banco? Caramba, cierto, es usted...

Le devolví la sorpresa, y con ella, la decepción. Imposible asegurarme que yo saldría en los almanaques del banco B. No pudo mejorar entonces mi situación actual.

Os quiero puntualizar aquí, amigos míos, que lo del almanaque no fue casual. Resulta que el fotógrafo que confecciona el almanaque de Caja C. es un íntimo mío a quien conozco desde la infancia. El año pasado, cuando le encargaron unas instantáneas del Puerto de Santa María, me pidió que lo acompañase, para no viajar solo, con la recompensa de invitarme a comer. No solo accedí, sino que me coloqué en el campo de su cámara cada vez que accionaba el disparador pues se me antojaba salir en el almanaque de Caja C.

Os confieso este inocente acto de vanidad.

Otra conversación con Telefónica

Los comerciales de las compañías telefónicas solo se arredran ante las malas contestaciones que rayan la grosería o ante situaciones insólitas no contempladas en su manual. Hay varias técnicas para que la conversación con ellos sea breve, sin llegar a la descortesía. Si os acordáis, queridos amigos de este blog, ya me referí a alguna de ellas en una entrada anterior. Pero hoy os voy a relatar la última que puse en práctica anteayer.

¿Señor Alberto? Sí, soy yo dígame. Buen día, le llamo de la compañía X. para informarle de nuestra reciente oferta de servicios de telefonía.

Entonces vino el rollo de costumbre del que, por descontado, os indultaré. Pero el caso es que, antes de que me soltara la perorata completa, es decir, durante los preliminares, interrumpí a mi interlocutor telefónico con una frase de timbre muy sincero.

Ah, eso que me dice usted es muy atractivo, y me interesa mucho: ya me gustaría a mí contratar esa oferta: pero, por desgracia, estoy incapacitado legalmente para tomar decisiones, sepa usted que sufro desdoblamiento de personalidad: el capacitado es el otro: ha tenido usted mala suerte. Vaya, ¿y si llamo más tarde, hablaría con él? Lo dudo, caballero, mi otro yo odia el teléfono: lo siento, qué se le va a hacer...

Mano de santo, os lo aseguro.

2 feb 2009

Al Patriarca Hipólito G Navarro

Querido Hipólito:
Tu bajada por las escaleras sosteniendo en las manos el premio de "El Público" coincidió con una asombrosa asociación mental mía. Verás. Estaba sentado en el sofá de mi salón, fumándome un Reales, con Canal 2 Andalucía sintonizado, aunque leyendo un interesante texto acerca de la conjetura de Poincaré, mientras esperaba que subieras al estrado. Dejé el libro en el instante en que Jesús Vigorra pronunció tu nombre, faltaría más. Y sabes que no miento si te aseguro que me sentí orgulloso de verte allí, perorando con la facilidad y la agilidad neuronal con la que sueles perorar, deslizando tu fina ironía y reivindicando el mérito del relato frente a su hermana mayor, la sojuzgadora novela. Me pareció todo muy bien, qué quieres que te diga, aunque mi actividad literaria se centre precisamente en la novela y no haga más incursiones en la narrativa corta que las entradas de mi blog o las publicaciones en revistas literarias.
Pues eso, Hipólito, como te decía, pasé un buen rato, tan contento, retrepado en un cojín, el cigarrillo en la izquierda y el mando a distancia en la derecha, disfrutando de ese tu momento de gloria como me imagino que tú disfrutarías y subiendo poco a poco el volumen pues la tormenta y los truenos arreciaban al otro lado de los cristales. Y luego se escuchó un insólito estruendo. Al principio me pareció que se trataba de una escuadrilla de boing 707 planeando una cuarta más arriba de mi azotea. Deseché la hipótesis por imposible. A quién se le ocurriría despegar con tiempo tan infame. Fue entonces, en tu descenso del escenario, advirtiendo cómo tu barba de patriarca llegaba hasta el trofeo que sostenías entre tus manos, cuando se me vino a la cabeza una sobrecogedora escena de Los 10 mandamientos, aquella en la que Charlton Heston, interpretando a Moisés, bajaba del Sinaí portando unas tablas en las que poco antes se imprimió una decena de preceptos con tóner de rayos y centellas.
Pero no pude seguir atento a la televisión pues irrumpieron mi mujer y mi hija mayor conminándome a voces a que me asomara a la terraza. Descorrí alarmado la cortina. En efecto, un ventarrón azotaba a los árboles de la acera doblándolos hasta la horizontal. Algunos ya habían sido arrancados de sus alcorques. Vaya, vaya... Qué poder el de Hipólito para desatar las fuerzas de la naturaleza. Porque aquello, como comprenderás, no podía ser casual. Acuérdate, si no, de Abenámar, el moro de la morería. El aire corría con tanta velocidad que eran apreciables las líneas cinéticas con que se dibujaría el huracán en un cómic. ¿Dije antes ventarrón? De ventarrón nada: un tornado de carné. Un trozo enorme de chapa, procedente del techo de la estación de autobuses que está a más de 200 metros de mi domicilio, surgió de la izquierda para golpear el capó del único coche que circulaba por la avenida. De milagro no penetró por el parabrisas decapitando al conductor de un tajo. La puerta de mi casa, blindada como las de todo el bloque, tembló golpeada por un ariete rabioso. A través del umbral penetraba una corriente que desplazó la alfombra hasta la pared opuesta. Mi hija pequeña, la que estudia periodismo, se puso a grabar aquel estrépito que sonaba en la media aritmética del cataclismo y la ultratumba. Joder con Hipólito, la que ha armado. Mañana mismo le escribo contándole la repercusión en Málaga de la entrega de su premio. Mira, Alberto, el toldo. Mi mujer señaló al ventanal de la cocina. El toldo aleteaba furioso. No se sabía bien si amenazaba desprenderse o tirar de todo el edificio hacia poniente y llevarlo hasta Algeciras. Has que recogerlo, rápido, como salga despedido, a saber a quién puede caerle encima o provocar un accidente de tráfico.
Y entonces se armó, Hipólito. La polea del toldo se había desencajado. Quise subirlo a mano tirando de los nervios de aluminio. Suéltalo, Alberto, no importa que se vaya, ya se comprará otro. Si no es porque se vaya, Charo, si es porque no le ocasione un estropicio a nadie. Mas ni empleándome a fondo lograba vencer la resistencia al aire. Además, al abrir la ventana de par en par, las ráfagas atravesaban la vivienda como si me hubiese mudado al polo Sur. A Charo le entró un ataque. Y es que, al yo subirme a un banquillo para llegar con la mano a la polea, ella me agarró de las piernas pensando que yo también saldría succionado por el ventanal y agarrado a un original parapente. Quizá, de haber sucedido así, me habría reunido con aquel cura brasileño, que se elevó del suelo gracias a varios centenares de globos. ¿Te acuerdas? No se supo nunca más de aquel hombre. A lo mejor resolvía aquel caso a bordo de mi toldo volador.
Suéltame, Charo, que me tiras a la calle. No te suelto, bájate tú. Te aseguro, Hipólito, que si no fuese por el rugido del tornado, los gritos de mi mujer y míos los habrías oído tú en Sevilla. Suéltame te digo, que me tiras. No, no te suelto, bájate y deja al puñetero toldo de una vez, que no resisto verte ahí. Pues no me veas, vete a otra habitación y ya lo haré yo solo. Que no. Que sí.
Un numerito, Hipólito. Y mientras tanto, delante de nosotros revoloteaban gigantescas ramas de árboles, cartones, retratos de abuelas, chapones, periódicos, boletines oficiales de la Junta de Abdalucía, diccionarios de esperanto, bolas chinas, programas electorales, relojes de arena, telegramas de cese, peluquines, tangas... Los contenedores de basura circulaban por la calzada como auténticos veleros. Menos mal que aquello paró en unos cinco minutos. Ni mi mujer sufrió un síncope, ni yo emulé ni a Ícaro ni al Barón de Munchausen ni a aquel sastre parisino que inventó un traje volador y que él mismo probó desde la torre Eiffel con elresultado de quiebra del negocio por defunción.
En fin. Pese a todo, te reitero mis felicitaciones y espero que sigan dándote los premios que te mereces. Eso sí, antes de la ceremonia, avísame a mí y a Protección Civil.
Un fuerte abrazo de tu amigo
Alberto

1 feb 2009

El penique negro y otra vez los blancos

Un buen amigo mío, lector ocasional de este blog, me ha pedido que cuelgue en él alguna fórmula que permita calcular el importe del recibo de amortización de un préstamo. Lo hago encantado. He aquí un enlace


a través del cual os podéis descargar la hoja de cálculo Excel que he preparado. Ella os calculará el cuadro de amortizacion de cualquier préstamo sin más que darle como datos el capital, el tipo de interés y el número de meses en los que se amortizará. Por defecto he puesto 300 meses (25 años), pero podéis variarlo sin más que añadir filas (copiando y pegando fórmulas en celdas) o suprimirlas.

Ahora me he acordado de que hace años actué como perito en una demanda judicial a cuenta de los intereses abusivos que le cargaban a un familiar mío. Este hombre, llámese M., estaba escamado por el dineral que se le iba pagando los recibos con los que el banco B. le sufragó la compra de su coche. Acudió a mí para que confirmara los cálculos. Entonces fue cuando escribí la hoja Excel anterior. En ella quedó bien a las claras que B. estafaba sin escrúpulos a M. De ahí que M. emprendiese un litigio en el que su defensor me citó en calidad de perito. Pues bien, ni los cálculos exactos de una ciencia exacta ni mi título de Doctor en Matemáticas le sirvieron de nada. El banco ganó el pleito amparado en la ignorancia del juez. Porque nada hay tan normal en la gente de letras (los letrados) que jactarse de su ignorancia matemática.

Y aparte están los bancos, claro, que cualquiera se mete con ellos. De entre las muchas batallas que he librado con distintas entidades, hoy os quiero contar, queridos amigos, una de las más cómicas. Veréis.

Hubo una época en que llegaban a mi buzón varios recibos que domiciliaba en la misma cuenta, cada uno con un cargo de 20 ptas. por cargos de correo, pero todos venían dentro del mismo sobre. Ello implicaba que alguna de esa cartas me costaba más de 200 ptas., como se mi hubieran remitido un cerdo en canal, vamos. Así hasta que una mañana en que no tenía clases, decidí hacérsela perder al Director de mi sucursal. Me aprendí de memoria el rollo que le iba a soltar para mostrar de esa manera mi determinación.

Hola, buenos días. Buenos días, qué desea. Pues verá, vengo a interesarme por un asunto que me trae mosca: ¿cómo es que me mandan ustedes 8 ó 10 recibos en el mismo sobre y todos con gastos por correo? Ah, ya, eso es culpa del ordenador: eso le sucede a usted, me sucede a mí, a ese señor de la ventanilla..., a todos: no podemos hacer nada. Cómo que no pueden hacer nada, ¿acaso ha oído usted hablar del Penique Negro? ¿El Penique Negro?, no, qué es eso. Pues el Penique Negro, que lo sepa usted, se imprimió en Londres el 1 de mayo de 1840. Y fue el primer sello de correos de la historia. Costaba un penique y era negro. De ahí su nombre. Su invención por Rowland Hill supuso revolucionar las comunicaciones postales pues, gracias a él, se remedió una injusticia secular: la de que las cartas se las cobrase el cartero al destinatario, en vez de pagar el envío el remitente, como bien indica la lógica. ¿Es que no cree usted justo que el correo lo pague quien lo envía, y no quien lo recibe?, porque quien lo recibe no ha solicitado ningún servicio. Sí, sí..., lo entiendo, pero es que el ordenador...

El Director me miraba con ojos de muelle, boca de gárgola, mentón colgandero, como si tuviera frente a él a un evadido del siquiátrico. Pero me mantuve firme en mi postura de erudito enloquecido a lo Alonso Quijano. Y viendo que debía de aumentar la presión sicológica, proseguí con la segunda parte de mi estrategia, la de mencionarle la competencia. Porque mencionarle la competencia a un Banco surte casi los mismos espeluznantes efectos que mentarle la bicha a un gitano.

Pues sepa usted, señor mío, que le comenté esta circunstancia a un excelente amigo, que es nada menos que Jefe de Zona de la Caja de Ahorros C. Este amigo se sorpredió muchísimo con mi asunto pues en su caja no le cobran el correo a ninguno de sus clientes. Y me animó a que trabajara con ellos y así librarme de estos gastos tan irracionales. Y por mi parte, se lo confieso, sería muy doloroso cerrar esta cuenta con ustedes. Más que nada, por una cuestión sentimental: fue la primera que tuve, me la abrí con ocho años, a través de ella cobré mi primer sueldo, luego la puse conjunta con mi mujer...

Y mientras le largaba la monserga, el Director giró la silla para situarse cara a su ordenador. Tecleaba absorto en su pantalla mientras yo arremetía con nuevas referencias a la Caja C. Este tío no me prestará atención, pero por mis muertos que aquí estaré dándole el coñazo hasta que me desaloje el vigilante. Mas cuál no sería mi sorpresa cuando de pronto dejó el teclado, se volvió hacia mí y me dijo muy sonriente:

Ya lo tiene usted arreglado. A partir del próximo mes, no se le cobrará ni un céntimo por gastos de correo. Hasta la fecha.