18 oct 2008

Reales narices de cera

La primera vez que estuve en Roma, Franco aún vivía, entré en el Museo de Cera. Y más que las escenas, los personajes o los objetos expuestos para llamar la atención del público, me llamó la atención que aquello llamara la atención del público. En concreto, recuerdo que en un rincón tenebroso exhibían un moderno y práctico garrote con su condenado y todo, sentado, el palo a la espalda, bien abrigadito su cogote, y el impepinable verdugo detrás, agarrando la palanca, tensados los bíceps, congelado el funcionario en el instante supremo del espectacular giro de la muerte. En un panel lateral se explicaba a los visitantes el funcionamiento de tan curioso artefacto. A mí, procedente del país que no solo había logrado un notable avance técnico en el diseño del aparato, sino que todavía lo usaba con admirable éxito (Puig Antich lo demostró aquel mismo año), no me hacían falta ninguna de esas aclaraciones pues en España nos habíamos familiarizado con su uso. Por eso me asombró que escogiesen el garrote en lugar de otros métodos, todavía legales por aquella época en países civilizados, de mucha menor eficacia que el invento hispano. Parecía que en Italia causaba horror aquella impresionante modalidad de pena capital en lugar de la pena capital misma. Aunque en mi caso no surtió efecto, desde entonces confié en la profesionalidad de los directivos de este tipo de establecimientos para la selección de temas que provoquen terror entre sus compatriotas.
Porque eso es lo que en mí provocan los directivos de la correspondiente exposición de Madrid, terror. Nunca he traspasado sus puertas ni creo que llegue a hacerlo, pero los escultores de cera madrileños consiguen asustarme pese a los quinientos quilómetros protectores que median entre mi casa y sus obras. Y es que el cariz que toman las abultadas secciones de pamplinas de los informativos de televisión me pone los pelos de punta. Sabido es que un ataque de legañas que afecte a algún miembro de la familia real se convierte en noticia de enorme magnitud. Un bombazo, vamos. Y en el Museo de Cera son conscientes de ello. Nada mejor para obtener publicidad gratuita que trasladar las vicisitudes palaciegas al inocente producto apícola. ¿Que una infanta se separa del marido?, trasládese la imagen de su ex a la sala de cuernos. ¿Que una princesa se regala un toquecito estético en su narizita?, derrítase de inmediato la cantidad exacta de cerumen en su copia faxímil. Y todo ello se narrará a través de las ondas con el papanatismo acostumbrado y se ilustrará con abundancia de imágenes y se comentará durante días en sesudas tertulias de intelectuales de primera fila para regocijo y refocilación del pueblo llano.
Me lo veo venir, a saber si la Reina se opera de las bolsas de los ojos o a uno de sus adorables nietecitos le recetan corrector dental o le salen entradas y tonsura al simpatiquísimo Iñaqui o hay un estirado general de arrugas o, lo más probable pues estos borbones han probado históricamente ser muy prolíficos, las barrigas de sus féminas se abultan durante nueve meses para decrecer de golpe... Y los espectadores delante de la tele, reportaje tras reportaje, enternecidos por peripecias tan inauditas, difrutando con sonrisas bobaliconas que surjen de actos reflejos, admirarán la labor constante y abnegada de los trabajadores del Museo de Cera de Madrid.
Lo dicho, vaya unos profesionales del terror...

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