21 jun 2010

Exótica mortaja

En varias ocasiones, no solo en este blog, sino en algunas de mis novelas, he manifestado el respeto que profeso por los muertos. A ellos no les queda otra oportunidad que la de perdurar en nuestra memoria. De ahí que se les deba cierta consideración, aunque solo sea por eso, por el hecho de estar muertos. En el spot que ahora escribo os narraré, queridos amigos, un episodio que ilustra esa especie de veneración que los humanos sentimos por los seres queridos que han fallecido.

Me enteré ayer, cuando mi esposa me relató lo que le habían contado un par de mujeres con las que coincidió en la playa. Eran hermanas. Una de ellas sufría una depresión nerviosa. La otra, aun manteniéndose al filo de enfermedad tan ingrata, sobrellevaba de mala manera la desgracia que les había caído a ambas. Al parecer, su madre les señalaba con frecuencia el armario de su dormitorio.

Niñas, acordaos de que ahí arriba, en el techo del ropero, hay una caja. Cuando me muera, enterradme vestida con lo que hay dentro. Ay, mamá, qué pesadita te pones con lo de la caja. Qué dramática…, mira que las cosas que nos dices. Y sí…, ya sabemos lo de la dichosa caja…, no nos lo repitas más, por favor.

Las madres suelen tomar esas determinaciones acerca de su propio entierro. La mía, por ejemplo, me recordaba cada dos por tres el cajón en el que guardaba la póliza y el último recibo de su seguro, así como el testamento vital por el que nos autorizaba a mis hermanos y a mí a suspender tratamientos médicos que dañaran su dignidad o prolongasen de manera inútil su agonía. Tampoco le hacimos mucho caso en eso. Hasta que llegó el momento, claro.

Como a estas dos señoras de las que hablo. Muerta la madre, procedieron a cumplir su voluntad. Subida a una silla, una de las hermanas rescató, tentando con la mano, la caja que reposaba encima de un ropero demasiado elevado para su estatura. Cuando la abrieron, las dolientes se quedaron perplejas. Dentro había un vestido de faralaes con todos sus complementos, peineta, flores, collar, zarcillos, pulseras, tacones…

Pero bueno…, ¿esto qué es? ¿Cómo es que a mamá se le ocurrió que la amortajáramos de flamenca? No me lo explico. Yo tampoco…, como no sea que…, sí, seguro que sí. Seguro que sí qué, suéltalo de una vez. Tranquila, hermana, ¿no te acuerdas de que mamá, cuando era joven, fue varias veces de romería al Rocío? Y hasta era cofrade de la Hermandad de Málaga. Bueno, puede que tengas razón. Aunque llevaba muchísimos años sin contacto con la Hermandad, a lo mejor seguía con su devoción por la Virgen del Rocío.

Y como a los muertos no se les discute, las hijas vencieron su inicial resistencia a usar una mortaja tan folclórica. Ahora bien, por lo que le dijeron a mi esposa, su trabajito les costó enfundarle el vestido de faralaes al cadáver. Por un lado, el rigor mortis no suponía precisamente una ayuda. Por otro, la madre ya no disponía del talle de sus años mozos. Los michelines se resistían a entrar en cintura, y aquí la expresión es literal. A empellones hubo que domeñar a las grasas sobrantes. Los brazos se negaban a avanzar por el interior de las mangas. Y por la espalda, la cremallera no corría, se atascaba, se hincaba en la epidermis pálida de la ex rociera. En cada esfuerzo, las costuras amenazaban con reventar. Tampoco fue nada facil calzarla. Aparte de que la madre parecía haber ganado dos números de pie desde su juventud, sus hijas renunciaron a cerrar las hebillas de unas correas incapaces de rodear los gruesos tobillos. Menos mal que aquel cuerpo ya no podía sentir dolor, porque las manipulaciones a las que lo sometieron rayaban la violencia de los combates de sumo japonés.

Las dos mujeres quedaron exánimes, tanto en lo físico como en lo anímico. Me lo imagino a la perfección. Cuánta pesadumbre la de pelear con el cadáver de una madre a fin de cumplir con su voluntad. El caso es que, después de aquel brete, que no deseo a nadie, el entierro se efectuó sin mayores percances.

Lo peor vino meses más tarde, cuando vendieron el piso de la difunta y hubo que desmantelarlo. Hete aquí que, en la tarea de desmontar el ropero, aparece una segunda caja, también sobre el techo del mueble, pero que se hallaba más cerca de la pared que la anterior. Normal que, sin subirse a una escalera, no lo hubiesen descubierto antes. Las hermanas abren esta nueva caja. Sorpresa morrocotuda. La caja contenía un hábito del Carmen. Estupor. Desconcierto. Pasmo. Remordimiento. Aflicción sin límites.

De inmediato comprendieron cuáles eran los anhelos de su madre para descansar en el féretro. Mucho más lógico utilizar como mortaja un hábito de devota de la Virgen del Carmen que no un festivo traje de gitana. Aquello sonaba a sarcasmo. Se les vino el alma a los pies. No era para menos pues lamentaban, no ya haber desatendido la voluntad de su madre, sino haberla enviado al cementerio ataviada de Isabel Pantoja y haciendo el ridídulo entre sus compañeros de nicho.

Y la cosa tiene mal arreglo. Por la cabeza de las hijas pasó la idea de la exhumación. Mas ¿quién es el valiente que se enfrasca en desnudar a un cadáver en pleno proceso de putrefacción? ¿Eh?, ¿quién es el valiente? ¿Y quién se atreve a apartar puñados de larvas para encontrar los botones? ¿Quién se arriesga a tirar de una manga y quedarse con una mano gelatinosa y fétida?

No. Reconozco que la cosa tiene mal arreglo. De ahí una depresión nerviosa tan bien fundamentada.

A mí me habría sucedido igual. Qué queréis que os diga.

3 jun 2010

Ulpiano Serrano Varesse

Hoy os quiero hablar, queridos lectores de este blog, de un personaje que, pese a cierta peripecia muy interesante de su biografía, no ha ocupado ningún lugar en la historia de la ciencia. Se trata de Ulpiano Serrano Varesse. Su primer apellido coincide con uno de los míos pues pertenece a una rama de mi familia materna. Sin embargo, aunque sé de él por referencias de mi tía, ha sido ahora cuando me he ocupado de su persona.

Y es que un compañero de la Universidad, sabedor de mis aficiones astronómicas, me pidió que pusiese un poco de orden en algunos de los papeles antiguos de la Sociedad Malagueña de Ciencias, cuyo archivo histórico quiere rescatar del polvo de los estantes para digitalizarlos y ofrecerlos al público a través de Internet. Este amigo al que me refiero había encontrado una serie de hojas sueltas, bastantes con tachaduras, otras rotas o arrugadas, las más entreveradas de gráficos, pero todas ellas ininteligibles y firmadas por Ulpiano Serrano Varesse. Acepté encantado el trabajo de examinar aquel material, en apariencia elaborado por un demente. Al menos esa era la impresión que le causó al archivero en un principio. Sin embargo, me despojé de cualquier prejuicio pues recordé las anécdotas que mi tía solía contar de su tío abuelo Ulpiano. Por lo visto, Ulpiano fue un excelente matemático. Estudió en Salamanca, Coimbra y la Sorbona. Mi tía no recordaba los nombres de sus maestros, pero supuse que algún contacto hubo de tener con el gran astrónomo francés Camille Flammarion, ya que hallé numerosas referencias a este científico en los escritos de Ulpiano.

Después de unos días encerrado en mi casa, obsesionado como llegué a estar con la lectura y transcripción del manuscrito de mi antepasado, quedé convencido por completo de que Ulpiano había participado en el Premio Guzman. ¿Y qué es el Premio Guzman? Ahora mismo os lo explico.

Hoy en día estamos razonablemente seguros de que no hay vida inteligente en nuestro cosmos cercano. (A veces incluso se duda de que haya vida inteligente en la Tierra.) Pero en el siglo XIX la situación era bien distinta. Tras descubrir que la Luna, Marte, Venus y el resto de planetas eran mundos esféricos que, al igual que el nuestro, giraban en torno al Sol obedeciendo a las mismas leyes físicas, ¿por qué no imaginar la existencia de otras civilizaciones que viajan a bordo de aquellos cuerpos tan similares? Por supuesto que se consideraba muy lógica la idea. De hecho, incluso mentes admiradas por su rigor y su genio concibieron procedimientos para transmitirles a aquellos seres algo así como “eh, estamos aquí”. El mismísimo Carl F. Gauss, por ejemplo, propuso plantar árboles de gran copa en largas hileras de centenares de quilómetros de longitud. El plantío resultante reproduciría el enunciado del teorema de pitágoras: un triángulo rectángulo en el que la hipotenusa y los catetos sirvieran de base a sendos cuadrados. Contemplado desde el espacio, aquel esquema arbóreo delataría la presencia de la humanidad. También ideó un sistema de espejos que recolectara la suficiente luz solar como para enviarla a la Luna a modo de heliógrafo interplanetario. No abundaré aquí sobre el particular. Baste decir que un buen número de científicos invirtieron tiempo de sus investigaciones en planificar métodos para contactar con inteligencia extraterrestre. Sobre todo a raíz de que Flammarion, en 1891, convocase el premio Guzman dotado con 100.000 francos. Para ganarlo era preciso acreditar, en el plazo de 10 años, que se había logrado comunicar con habitantes de otro planeta, y que se había recibido respuesta.

Pues bien, mi antepasado Ulpiano Serrano Varesse fue uno de quienes concurrieron al Premio Guzman. Esa era la única conclusión posible que justificara, no solo el esquema y desarrollo de los textos encontrados en la Sociedad Malagueña de Ciencias, sino algunas de la excentricidades narradas por mi tía. Ella contaba que Ulpiano se encastilló durante una larga temporada en unos terrenos de secano que la familia poseía entonces en los páramos de Zafarraya. En una casa de labor aneja al cortijo, el matemático instaló una estructura de gran tamaño a la que mi tía se refería como un paraguas plateado y gigante. Una parabólica, sin duda, ya que el techo de aquella nave era corredizo. En su relato también aparece una línea eléctrica que, proveniente del salto de agua de un arroyo, conectaba primero con una especie de depósito de agua de forma cilíndrica, y luego proseguía hasta el paraguas plateado. Todo esto concordaba con los gráficos y cálculos que se han conservado en el archivo de la SMC. Y si a mi tía, cuando era niña, le tenían terminantemente prohibido acercarse a lo que ella llamaba un depósito de agua, es porque, en realidad, se trataba de un condensador con una burrada de faradios de capacidad. El método no debió de ser otro que el de, una vez orientada la parábola hacia su objetivo, provocar chispas eléctricas en el foco a fin de enviar un haz de fotones adonde se apuntase. Efectuada la transmisión, Ulpiano esperaría una respuesta con el ojo pegado al ocular de su telescopio.

Por cierto, aquel telescopio, un refractor de 150mm de abertura y 1.5m de distancia focal provisto de una aparatosa montura ecuatorial alemana, lo doné al Centro de Ciencia Principia cuando hubo que desprenderse de la finca para repartir la herencia. Mis hermanos y primos no pusieron inconvenientes en ello pues aquel armatoste, lentes arañadas, mecanismos atascados, engranajes rotos, no poseía ya otra utilidad que la de venta al peso del hierro o pieza de museo. Y siempre más digno para un instrumento científico acabar como pieza de museo que degradarlo como chatarra.

Pero me estoy yendo por las ramas. Os contaba, queridos amigos, que estudié a fondo los papeles de Ulpiano Serrano. (De hecho, ultimo una edición facsímil que, acompañada de mis transcripciones e interpretaciones, se publicará este otoño en la editorial Nivola.) Había en ellos muy poca literatura. Casi todo eran números, fórmulas, ecuaciones. Supe de los planetas con los que intentó contactar gracias a que allí se reflejaban sus coordenadas celestes. Bueno, con más concreción, las coordenadas que tenían los planetas en las fechas en las que Ulpiano realizó sus experimentos, y que confirmé con mis propios cálculos. Puedo aseverar que se mandaron mensajes a la Luna, a Venus, a Mercurio y a Ceres. Sí, al asteroide Ceres. Qué curioso, ¿verdad? ¿Por qué a Ceres sí, y a Marte no? Cualquiera pensaría en Marte, digo yo… Porque a fines del XIX ya se había despertado una primera alerta marciana a partir de los canalli que aseguraba ver Schiaparelli. Quizá por eso mi antepasado pensó en centrarse en otros mundos en los que no escudriñaran sus competidores.

¿Qué era lo que transmitía a través de la parabólica? Números. Transmitía series de fogonazos cortos terminados en un fogonazo largo, o sea, como los puntos y rayas del morse, salvo que la raya no tenía para él más función que la separadora entre dos cifras. Y lo que enviaba eran series numéricas, la serie de los primeros cuadrados (1, 4, 9, 16, 25), la de los primeros cubos (1, 8, 27, 64, 125), la de los primeros números primos (1, 2, 3, 5, 7, 11), la sucesión de Fibonacci (1, 1, 2, 3, 5, 8, 13)… Es decir, series numéricas que pudiesen ser descartadas como de origen natural o aleatorio por una inteligencia extraterrestre.

A estas alturas de mi narración, os preguntaréis si Ulpiano Serrano recibió respuesta del cosmos alguna vez. Por desgracia, no estoy en condiciones de asegurar nada. Lo único cierto es que no ganó el Premio Guzman, que, dicho sea de paso, quedó desierto. Pero en la última de las hojas que examiné, la correspondiente a una de las comunicaciones (¿fallidas?) con Venus, se leen unas series numéricas que a mí, hasta ahora, no me sugieren ningún patrón. Y esta serie numérica la escribió en la columna de las observaciones, y no en la de las transmisiones. Muy posiblemente se trate de destellos que Ulpiano detectó provenir de Venus. Eso no es extraño. Se han visto muchos de ellos: caída de meteoritos, relámpagos causados por las tormentas eléctricas del planeta… Lo que sí me escamó fue la cantidad registrada de destellos tan consecutivos. Y también es raro que mi antepasado, según relata mi tía, desapareció una noche sin que se supiera más de él. Ni siquiera hay una tumba suya en ningún cementerio. Tampoco conozco con exactitud la fecha de su volatilización, por si esta coincidiese con la de la misteriosa observación de Venus.

¿Qué pudo descifrar mi antepasado en esa serie extraña de números, quién sabe si real o imaginada, que aún no atino a descubrir? Espero tenerlo solucionado para cuando se publique el libro.

2 jun 2010

La dolce vita

Ayer asistí a la presentación del libro La dolce vita, una antología poética en la que Paco Ruiz Noguera ha recopilado textos relacionados con el cine de unos 200 autores españoles. Paco resaltaba anoche el hecho curioso de que, aunque comenzó su labor hace unos 15 años y en todo este tiempo nunca pensó en un título distinto del de La dolce vita, ha sido ahora, en el cincuenta aniversario del clásico de Fellini, cuando ha recibido el bautizo de la imprenta tras varios intentos frustados de publicación. ¿Era este entonces su destino? Seguro que sí. El acto transcurrió acorde con el ambiente intimista que suele reinar en las presentaciones de los libros de poesía. Bueno, y también me recordó, dado el símil cinematográfico, el solazamiento distendido que se respiraba en los desaparecidos cines de verano. Aprovechando que el libro se presentó en la cafetería del Hotel Málaga Lario, que se prolonga hacia un patio descubierto, el público bebía y fumaba y cambiaba de postura y entraba y salía con la misma libertad y desparpajo con los que despachábamos aquellas mágicas noches de agosto de programa doble y sesión continua.

Al finalizar me acerqué a felicitarlo, no solo por el alumbramiento de una obra bien editada, y de la que procuraré comprar un ejemplar, sino porque Paco ganó el mes pasado el XXX Premio Juan Ramón Jiménez de Poesía. También le di las gracias por haberme incluido en una sección de La dolce vita que, continuando con el homenaje felliniano, encabezó como 8 ½ trailers narrativos malagueños.

Y es que, como contrapeso a la poesía, Ruiz Noguera ha incluido en la antología 8 (y medio) breves fragmentos de sendos narradores, ya nacidos en Málaga, ya asentados en esta ciudad. En concreto ha seleccionado, a modo de trailers, párrafos de Antonio Soler, de José Antonio Garriga Vela, de Guillermo Busutil, de Alfredo Taján, de José Luis González Vera, de Juan Francisco Ferré, de Pablo Aranda, de Juan Antonio Vigar (el medio tráiler, según confesó allí mismo) y míos. La verdad es que resultó una sorpresa muy agradable para mí verme compañero de página de algunos de los escritores de mi culto. Vaya aquí mi agradecimiento a Paco por depararme semejante honor. Y eso que Paco y yo apenas si hemos mantenido trato en los últimos años. Desde los tiempos del grupo Banda de mar no volví a coincidir con él hasta julio de 2008, precisamente en la presentación de otro libro que comenté en una entrada de este sitio web (pínchese aquí para leerla).

Hoy, redactando estas línas, me ha picado la curiosidad por saber qué constancia hay en Internet de aquel grupo: Banda de mar. Google solo detecta 3 ocurrencias: la de mi blog, una mención en la biografía de Antonio Gómez Yebra, y otra en la de Francisco Selva López. Por eso me gustaría enriquecer la Red aportando alguna información.

El grupo Banda de mar fue fundado por jóvenes artistas de la ciudad, poetas, músicos y pintores, pero, sobre todo poetas. Con aquel nombre se quiso evocar a la célebre revista Litoral, bandera de la generación del 27, que aún sigue viva. Sus actividades se resumen pronto:

1) Tertulia literaria un día a la semana.
2) Publicación trimestral de una revista con obras de los integrantes de Banda de mar
3) Publicación anual de un número extraordinario dedicado monográficamente a uno de los miembros del grupo.

Nunca sobrepasamos la decena de personas. Aparte de los ya mencionados Paco Ruiz Noguera , Antonio Gómez Yebra y Francisco Selva, recuerdo a Enrique del pino, a Antonio García Velasco, a Antonio Abad, a Jesús Parra… Y a Miguel Gómez Yebra, claro, pues, siendo amigos desde el bachillerato, ingresamos a la vez en Banda de mar. Cuando nos incorporamos Miguel y yo a las tertulias, estas se celebraban en el Café Español. Pero aquello duró poco. ¿Cerró el establecimiento? Tal vez. Mi memoria, algo confusa, me lleva después a aquel pub que se puso tan de moda, Pepe Leche. Y, más tarde, a otro pub de la Malagueta todavía más caro. Al menos a Miguel y a mí nos parecía muy caro. Ni él ni yo trabajábamos, aún nos encontrábamos cursando nuestras carreras ya que éramos los alevines del grupo. Además, las publicaciones de Banda de mar no se costeaban solas. Había que aflojar 20 duros por cabeza cada vez que nos reuníamos. Esas 100 pesetas nos suponían a Miguel y a mí un agujero negro en nuestro presupuesto de estudiantes. Pero resistíamos semana a semana esperanzados en que el próximo número monográfico de la revista se dedicaría a uno de los dos. Porque ese era nuestro objetivo al integrarnos en Banda de mar: publicar como fuera…, publicar como fuese… Publicar, publicar y publicar.

En una de las tertulias vespertinas llegó el momento en que se decidiría cuál de los miembros de Banda de mar monopolizaría el número extraordinario. Puesto que han transcurrido más de 25 años desde aquello, supongo que no violo la confidencialidad de las deliberaciones, sino que, por el contrario, quizás esté aportando datos valiosísimos a la historia de la literatura. No sé quién propuso a Antonio Gómez Yebra. Sí que estoy seguro de que Miguel me propuso a mí, y yo lo propuse a él. Cada cual escribió el nombre de su preferido en un papelito para la votación secreta. El escrutinio, poco emocionante, arrojó el siguiente resultado:

Alberto Castellón —> 1 voto
Miguel Gómez Yebra —> 1 voto
Antonio Gómez Yebra —> El resto de los votos

O sea, Miguel me votó a mí, y yo le correspondí con mi voto, mientras que todos los demás se decantaron por Antonio Gómez Yebra. Miguel y yo nos caímos simultáneamente del burro. Estimando, con mayor realismo, la cantidad de cuotas de 20 duros que habríamos de abonar hasta que nos tocase a alguno de los dos acaparar el número monográfico anual, hubimos de renunciar a aquella sangría, inaguantable para nuestro bolsillo.