20 may 2008

Gracias, Fleki

Mi perro se ha tumbado a mi izquierda. Cuando me venía para el escritorio, ha arrastrado su cojín con el hocico para perseguirme por el pasillo, pasito a paso, cojeando de una pata trasera. Y aquí lo tengo, a mi lado, en el suelo, hecho un gurruño, los párpados entornados, las cuatro extremidades encogidas. Pero alerta. Si escucha el chasquido del encendedor o el crujido de mi silla o dejo de teclear, entonces abre los ojos, apunta al techo con sus orejas por si me levanto y me traslado a otra habitación.
Lleva días así, siguiéndome por toda la casa, sin querer separarse de mí. Está triste. Está triste porque me ve triste. Siempre ha sido así. Si alguna vez lo he pisado sin querer, lanzaba un aullido de queja. Breve, eso sí, porque al instante me lamía el zapato, olvidándose de lo suyo, creyéndose que el dolor era mío y que su obligación consistía en mitigármelo de la única forma que entienden los animales, acariciando la zona lastimada con la lengua húmeda.
Y ahora es igual: es él quien está herido por la enfermedad, condenado al sacrificio. Esta tarde, dentro de unas horas, vendrán por él para llevarlo por última vez al veterinario. Y, sin embargo, continúa vigilándome, velándome más bien, convencido de que debe curarme de esta amargura que me invade y que renuncio ya a disimular.
Fleki, lo llamo. Levanta la cabeza al instante, mueve el rabo. A veces hace el esfuerzo de incorporarse, se me acerca a las piernas, me las frota con el cuello, consolándome. Difícil consuelo el mío. El sábado lo dieron por desahuciado. La máquina que analiza su sangre no pudo contabilizar la urea. Sus indicadores no prevén un valor tan alto. La urea te envenena, Fleki. El mal ha anidado dentro de ti. Y no hay remedio. En humanos, la única terapia pasa por el trasplante de riñón, operación esta que no se contempla en veterinaria. Lo entiendo. Y también las explicaciones que me dan acerca del final que le espera si no se le inyecta antes el pentotal que lo llevará a su último sueño. Hemorragias internas, úlceras, vómitos de sangre, diarreas… Una putada, comenta el veterinario. No te mereces eso, Fleki. Mi mujer y yo te estamos demasiado agradecidos por el cariño que nos has regalado en estos diez años como para destinarte ese sufrimiento. Un cariño total y totalmente desinteresado.
Maldita urea. Malditas máquinas convertidas en jueces sobre la vida y la muerte.
Descuelgo el teléfono. Es mi mujer. Su hermana ha llamado a la clínica. La incineración individual cuesta 90 euros y nos dan las cenizas. La colectiva es más barata. Apenas si puedo balbucear por el micrófono. Ella también llora. Me da igual el precio. Pero no quiero sus cenizas. Prefiero quedarme sólo con su recuerdo. Hace un instante se me ocurrió fotografiarlo en mi móvil. Al instante expulsé ese pensamiento. Quién lo retrata así de decaído. Quién soportará la imagen de abatimiento de un cuerpecito acurrucado que fija en ti su mirada melancólica. Fleki vuelve a prestarme atención. Sabe que lo estoy pasando fatal. Y yo sé que esto tenía que llegar.
Estuve años negándome al capricho de mis hijas, entonces niñas. El día que entre un perro en esta casa, las amenazaba solemne, me mudo al hotel Larios, que lo sepáis. Pero entró, claro. Entró camuflado como regalo de primera comunión. ¿Dije antes un capricho? En efecto. También acertaba en eso. Al pasarse el capricho, Fleki quedó al cuidado de mi mujer y mío. Pero al instante se ganó nuestro cariño y nuestra estima a base de derrocharnos él el suyo.
Gracias, Fleki, por anticipar mi llegada cuando ni siquiera entraba yo al ascensor, cuando ladrabas al otro de la puerta y la arañabas con las garras y saltabas hacia mí en cuanto abría una mínima rendija y me lamías las manos y sonreías. Porque los perros sonríen, y tal vez con más sinceridad que los hombres al estar desprovistos de la capacidad de mentir.
Gracias, Fleki, por saber exactamente cuándo me disponía a dormir la siesta y te sentabas a los pies del sofá y vigilabas mi sueño sin moverte de ahí hasta que notabas que me iba a despertar, y saltabas encima de mi pecho contento y alegre porque volvía a tu mundo.
Gracias, Fleki, por cumplir con esas misiones que te creías en la obligación de cumplir, por cuidar del redil, por ladrarles a los extraños que nos visitaban, a los carteros, a los albañiles, a los inspectores del gas… Gracias por avisarnos del paso de las ambulancias o de los bomberos o de los coches de caballos o de los cohetes que explotaban anunciando novenas a la Virgen del Carmen. Gracias por prevenirnos de todo lo que estimabas un peligro para nosotros, por marcar una a una las esquinas de la calle con tu olor para que supieran que ese era nuestro territorio. Gracias por arrastrarme por las aceras con la fuerza de un perro de trineo durante la ronda que, pensabas, debías hacer.
Gracias, Fleki, por escaparte tras nosotros al rellano de la escalera si nos veías con maletas, pues adivinabas unos días de ausencia. Y gracias por la efusividad de tu recibimiento a nuestro regreso. Gracias por unirte a nosotros, a tu manera, en los "Cumpleaños feliz" o en los aplausos o en cualquier otra manifestación de festejo.
Gracias, Fleki, por tu amistad. Nunca te olvidaremos.

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