4 ago 2009

El puñetero fin del Universo

Anoche estuve hablando de nuevo con el fantasma de mi padre. Al igual que en anteriores ocasiones, me avisó de su llegada entrometiéndose en un sueño del que solo recuerdo su parte final. La relato. Me contaba entre los integrantes de una fila de personas, dispuestas una tras otra en un pasillo oscuro con vericuetos laterales que no conseguiría describir. La iluminación corría a cargo de unas fosforescencias rojas salpicadas como por azar en unas paredes de roca negrísima. Ah, y más adelante se vislumbraba una lucecita amarillenta hacia la que avanzábamos con parsimonia. Cuando llegué hasta ella, advertí que se trataba de un flexo de oficina situado sobre un tablero barninazo en caoba. El foco alumbraba a una rebanada de pan con tomate y lonchas de serrano. Con un tenedor que apareció en mi derecha, pinché 4 ó 5 trozos de jamón. En ese instante escuché a mi padre, que irrumpió en escena frente a mí, justo al otro extremo de esa especie de mostrador: No cojas mucho, Alberto, que tiene que haber para todos.
Miré a mis espaldas. No había nadie. No importa, papá, si soy el último.Mientras me alejaba de él, experimenté la sensación satisfactoria de haberlo corregido, de llevar yo la razón en una disputa tan inexistente como absurda. Ya se sabe…, los sueños siempre son absurdos. Y eso que, dentro de un sueño, todo nos resulta lógico y normal. Tan lógico como que, tras comerme la chacina, me subiera a un ascensor en compañía de Paquita, una amiga a la que no trato más que de feria de agosto en feria de agosto- El ascensor, no se detuvo en el último piso, sino que se transmutó en una grúa de las que utilizan los bomberos. Su brazo telescópico prosiguió extendiéndose metros y metros, muy por encima de la ciudad. Paquita y yo comenzamos a tener miedo. La longitud de aquella viga, dilatándose sin cesar, nos enviaba a la estratosfera. La ridícula cabina en la que nos apretábamos temblaba agitada por las corrientes de aire. Fue en una de esas sacudidas cuando salimos despedidos hacia el vacío. En ese instante me desperté sobresaltado, no solo por el vértigo de la caída libre, sino porque esta coincidió con un fuerte golpe en el colchón.Charo, por favor, que me vas a matar de un repullo: tengo el corazón a cien. Joder, Alberto, si es que no parabas de roncar, y ya estoy harta de chasquearte con la lengua…Me levanté. Intuí que el fantasma de mi padre me esperaba, como otras veces, en el salón. En efecto, ya por el pasilló reconocí el olor a Ducados: su marca de siempre. Pero, papá, ¿no te quitaste de fumar 2 lustros antes de morirte? Anda, Alberto, no me vengas con tonterías, entonces tenía un cuerpo del que ocuparme: ahora sí que puedo disfrutar del tabaco sin que me remuerda la conciencia. Sí, es verdad, tienes razón, y, oye, hazme un favor: cuando te inmiscuyas en mis sueños, procura que luego no se conviertan en pesadillas, porque, de lo contrario, terminaré con una dolencia cardiaca… Si eso yo no lo controlo, Alberto, échale la culpa a tu subconsciente. Además, gracias al repullo onírico retornas al estado de vigilia y te acercas a charlar conmigo. Bueno, sí, lo admito, si no hay más remedio que pasar por un susto de angina de pecho… Y bien, papá, ¿has visto ya a la tía Margarita? Qué va, tú no te imaginas la cantidad de almas que hay allí, como para toparme con ella, así, de pronto… Si es a tu madre, que lleva casi 4 años muerta, y por fin la encontré la semana pasada. Ah, ¿sí?, ¿ya has encontrado a mamá? Sí, hijo, sí. Qué buena noticia, papá, ¿Y sabes si vendrá también a visitarme? No tengo ni idea, Alberto. Ni si le será posible hacerlo. Si soy yo, y todavía no he averiguado cómo funciona esto. A tus hermanos, por ejemplo, no he logrado nunca aparecerme. Solo a ti. Pues sigue intentándolo, porfa, así me creerán: porque ya he dejado de relatarles nuestras conversaciones: me toman por gilipollas: intenta aparecerte a Fredy mismo, que ronca igual que yo: a lo mejor los ronquidos son la clave de tus apariciones. Puf…, con Fredy lo he probado en cantidad de ocasiones: naranjas de la China.Me encendí un cigarrillo mientras el fantasma de mi padre se incorporaba del sillón para sentarse a mi derecha, en el sofá. Su aspecto no se diferenciaba del que luce en el retrato que reposa sobre uno de los libreros de mi despacho. Cabello recio y negro. Tan negro como el medio bigotito estándar de los varones de su generación. A pesar de la cálida noche veraniega, vestía chaqueta, chaleco y corbata. Gafas de montura metálica. Y a ambos flancos de sus ojos se plegaban las típicas patas de gallo que esculpen el rostro de los Castellón en cuanto superan los sesenta. Eso sí, no llevaba su bastón. Claro que ahora no lo necesita.
Oye, papá, ¿me vas a decir por fin cómo terminará el universo?, la primera vez que viniste se te escapó que tú lo sabías. Por supuesto, hijo, allá todos lo sabemos, pero ya te advertí entonces que me es imposible revelártelo. Anda, papá, que estoy en ascuas: ¿se producirá el Gran Desgarramiento?, ¿acaso la Gran Implosión?, ¿quizás un acontecimiento cataclísmico que ni siquiera se ha imaginado? Que no, Alberto, que no, siempre me preguntas lo mismo, no seas pesado. Te lo pido de rodillas, papá, cuéntame algo, un poquito, aunque solo sea una pista. Ni pistas ni indicios: nada: lo tengo prohibido. Joder, papá, no me seas pusilánime, que en vida te importaban a ti bien poco las prohibiciones idiotas como esta, además, te prometo que no lo publicaré en ningún sitio ni se lo soltaré a nadie. Me limitaré a saciar mi curriosidad.
Y en ese instante, queridos lectores de este blog, el fantasma de mi padre al igual que en anteriores ocasiones, se desvaneció de repente sin que llegara a despedirse. Me quedé fumando solo, en la oscuridad del salón, contemplando la leve fosforescencia que fulguraba en el hueco que dejó el ectoplasma. Entonces caí en la cuenta de que a lo mejor mi padre sospecha que reproduzca aquí sus manifestaciones.
Papá, si estás leyendo este blog, que sepas que aquí tampoco relataré el puñetero fin del universo. Piénsatelo, anda. Hazme esa gracia.

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