12 dic 2009

Memoria histórica

Si a fecha de hoy se teclean en Google News los términos de búsqueda “General Torrijos” o “José María de Torrijos” o “fusilamiento de Torrijos”, apenas si aparecen en pantalla un número de referencias que supere al de dedos de una mano. Debe extrañar esta circunstancia cuando el 11 de diciembre se produjo el aniversario de la ejecución. Las noticias sobre el particular se reducen a una recreación de los hechos realizada el pasado martes 8 por la Asociación Torrijos por la Libertad, una instancia al Ayuntamiento de Málaga a que lleve a efecto el acuerdo unánime de todos los grupos acerca de instalar un Centro de Interpretación en el antiguo Convento de San Andrés, el homenaje floral que el Alcalde presidió en la plaza de La Merced y la columna semanal que escribe Pedro Aparicio en el diario SUR. Pues bien, la lectura del texto de Aparicio me ha tocado la fibra sensible. Así se lo he comunicado en el e-mail que le acabo de enviar. Porque además de la propia historia del liberal y su tripulación, ya sobrecogedora de por sí, se suma, en mi caso, el de emotivas evocaciones familiares.
No recuerdo bien si fue en una visita al Museo del Prado o en alguna exposición itinerante por provincias. Entonces era yo un chavea. Pero sí que vienen a mi mente las palabras de mi madre, las que pronuncia mientras señala con su índice extendido a la base del imponente cuadro de Gisbert. En concreto, a la esquina inferior derecha. Allí yace un sombrero de copa, tumbado, polvoriento, ya sin dueño. El sombrero de un cadáver, sin duda. He consultado críticas y comentarios que los expertos han vertido sobre esta obra maestra: Fusilamiento de Torrijos y sus compañeros. En ellas se habla de la composición de los personajes, de las manos que entrelazan entre sí los condenados, del pelotón difuminado al fondo, de los ya ajusticiados que se desploman a sus pies… Pero mi madre se fijaba en el sombrero de copa, el sombrero de un civil. Según ella, toda la fuerza de aquella pintura se centraba en el sombrero de copa. Toda su crítica, toda su potencia expresiva, todo su alegato contra la iniquidad, todo ello resumido en un sombrero de copa que se sitúa abajo y a la derecha, en el lugar que la gramática reserva al punto y final. Es en ese complemento, es en esa prenda de vestir con que los humanos se cubren el órgano de pensar, es en ese sombrero de copa en el que ella vislumbra el símbolo de la libertad derribada por un tirano.
Mi madre me contaba que el lienzo visitó la ciudad de Málaga durante la República. Entonces era ella la niña. Y fue mi abuelo, Napoleón Serrano Barés, a quien no llegué a conocer, el que la llevó a contemplarlo. Y también el que le señaló el sombrero. Afirmaba mi madre que quedó sobrecogida por la imagen del aquel óleo gigantesco. Pero lo que más la estremeció fue el solitario sombrero de copa, alejado de los figurantes, tendido, mostrando el forro interior y dibujando con el ala una especie de O mayúscula deformada por el fracaso.
No sé si alguna vez coincidiré con mis hijas frente al cuadro de Gisbert, pues creo que se encuentra expuesto en la sala 61a de la pinacoteca madrileña, o ante la copia de Ceferino Castro que conserva el Ayuntamiento de Málaga. Quizás alegaréis que hoy en día puede buscarse para ello cualquier reproducción en Internet. Aunque no sería lo mismo, claro que no, una versión digital que plantarse ante el auténtico. Pero si es así, no dudéis, queridos amigos de este blog, que extenderé mi dedo índice en dirección al sombrero que reposa sobre la playa de El Bulto. Y que procuraré reproducir las mismas palabras que escuché de mi madre, y ella de mi abuelo.
Así habré contribuido a mantener la verdadera memoria histórica, la que merece la pena de memorizar pues nos une en el homenaje a nuestros héroes.

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