2 feb 2009

Al Patriarca Hipólito G Navarro

Querido Hipólito:
Tu bajada por las escaleras sosteniendo en las manos el premio de "El Público" coincidió con una asombrosa asociación mental mía. Verás. Estaba sentado en el sofá de mi salón, fumándome un Reales, con Canal 2 Andalucía sintonizado, aunque leyendo un interesante texto acerca de la conjetura de Poincaré, mientras esperaba que subieras al estrado. Dejé el libro en el instante en que Jesús Vigorra pronunció tu nombre, faltaría más. Y sabes que no miento si te aseguro que me sentí orgulloso de verte allí, perorando con la facilidad y la agilidad neuronal con la que sueles perorar, deslizando tu fina ironía y reivindicando el mérito del relato frente a su hermana mayor, la sojuzgadora novela. Me pareció todo muy bien, qué quieres que te diga, aunque mi actividad literaria se centre precisamente en la novela y no haga más incursiones en la narrativa corta que las entradas de mi blog o las publicaciones en revistas literarias.
Pues eso, Hipólito, como te decía, pasé un buen rato, tan contento, retrepado en un cojín, el cigarrillo en la izquierda y el mando a distancia en la derecha, disfrutando de ese tu momento de gloria como me imagino que tú disfrutarías y subiendo poco a poco el volumen pues la tormenta y los truenos arreciaban al otro lado de los cristales. Y luego se escuchó un insólito estruendo. Al principio me pareció que se trataba de una escuadrilla de boing 707 planeando una cuarta más arriba de mi azotea. Deseché la hipótesis por imposible. A quién se le ocurriría despegar con tiempo tan infame. Fue entonces, en tu descenso del escenario, advirtiendo cómo tu barba de patriarca llegaba hasta el trofeo que sostenías entre tus manos, cuando se me vino a la cabeza una sobrecogedora escena de Los 10 mandamientos, aquella en la que Charlton Heston, interpretando a Moisés, bajaba del Sinaí portando unas tablas en las que poco antes se imprimió una decena de preceptos con tóner de rayos y centellas.
Pero no pude seguir atento a la televisión pues irrumpieron mi mujer y mi hija mayor conminándome a voces a que me asomara a la terraza. Descorrí alarmado la cortina. En efecto, un ventarrón azotaba a los árboles de la acera doblándolos hasta la horizontal. Algunos ya habían sido arrancados de sus alcorques. Vaya, vaya... Qué poder el de Hipólito para desatar las fuerzas de la naturaleza. Porque aquello, como comprenderás, no podía ser casual. Acuérdate, si no, de Abenámar, el moro de la morería. El aire corría con tanta velocidad que eran apreciables las líneas cinéticas con que se dibujaría el huracán en un cómic. ¿Dije antes ventarrón? De ventarrón nada: un tornado de carné. Un trozo enorme de chapa, procedente del techo de la estación de autobuses que está a más de 200 metros de mi domicilio, surgió de la izquierda para golpear el capó del único coche que circulaba por la avenida. De milagro no penetró por el parabrisas decapitando al conductor de un tajo. La puerta de mi casa, blindada como las de todo el bloque, tembló golpeada por un ariete rabioso. A través del umbral penetraba una corriente que desplazó la alfombra hasta la pared opuesta. Mi hija pequeña, la que estudia periodismo, se puso a grabar aquel estrépito que sonaba en la media aritmética del cataclismo y la ultratumba. Joder con Hipólito, la que ha armado. Mañana mismo le escribo contándole la repercusión en Málaga de la entrega de su premio. Mira, Alberto, el toldo. Mi mujer señaló al ventanal de la cocina. El toldo aleteaba furioso. No se sabía bien si amenazaba desprenderse o tirar de todo el edificio hacia poniente y llevarlo hasta Algeciras. Has que recogerlo, rápido, como salga despedido, a saber a quién puede caerle encima o provocar un accidente de tráfico.
Y entonces se armó, Hipólito. La polea del toldo se había desencajado. Quise subirlo a mano tirando de los nervios de aluminio. Suéltalo, Alberto, no importa que se vaya, ya se comprará otro. Si no es porque se vaya, Charo, si es porque no le ocasione un estropicio a nadie. Mas ni empleándome a fondo lograba vencer la resistencia al aire. Además, al abrir la ventana de par en par, las ráfagas atravesaban la vivienda como si me hubiese mudado al polo Sur. A Charo le entró un ataque. Y es que, al yo subirme a un banquillo para llegar con la mano a la polea, ella me agarró de las piernas pensando que yo también saldría succionado por el ventanal y agarrado a un original parapente. Quizá, de haber sucedido así, me habría reunido con aquel cura brasileño, que se elevó del suelo gracias a varios centenares de globos. ¿Te acuerdas? No se supo nunca más de aquel hombre. A lo mejor resolvía aquel caso a bordo de mi toldo volador.
Suéltame, Charo, que me tiras a la calle. No te suelto, bájate tú. Te aseguro, Hipólito, que si no fuese por el rugido del tornado, los gritos de mi mujer y míos los habrías oído tú en Sevilla. Suéltame te digo, que me tiras. No, no te suelto, bájate y deja al puñetero toldo de una vez, que no resisto verte ahí. Pues no me veas, vete a otra habitación y ya lo haré yo solo. Que no. Que sí.
Un numerito, Hipólito. Y mientras tanto, delante de nosotros revoloteaban gigantescas ramas de árboles, cartones, retratos de abuelas, chapones, periódicos, boletines oficiales de la Junta de Abdalucía, diccionarios de esperanto, bolas chinas, programas electorales, relojes de arena, telegramas de cese, peluquines, tangas... Los contenedores de basura circulaban por la calzada como auténticos veleros. Menos mal que aquello paró en unos cinco minutos. Ni mi mujer sufrió un síncope, ni yo emulé ni a Ícaro ni al Barón de Munchausen ni a aquel sastre parisino que inventó un traje volador y que él mismo probó desde la torre Eiffel con elresultado de quiebra del negocio por defunción.
En fin. Pese a todo, te reitero mis felicitaciones y espero que sigan dándote los premios que te mereces. Eso sí, antes de la ceremonia, avísame a mí y a Protección Civil.
Un fuerte abrazo de tu amigo
Alberto

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