17 abr 2010

Siluetas en El Torcal

No creo haberos contado nunca que practico la ecolocación. Para quien no lo sepa, el término fue creado en 1938 por Donald Griffin a fin de describir la habilidad de los murciélagos consistente en crear imágenes mentales de su entorno utilizando el efecto sónar. La misma característica se descubrió más tarde en ciertos cetáceos, quienes generan en su cavidad nasal trenes de chasquidos cuyos rebotes en los objetos que les rodean les permiten orientarse. El fenómeno no sería posible de no escuchar en estéreo, pues a cada uno de los oídos llega el eco con diferente intensidad o timbre. Hace años me enteré de que un chiflado afirmaba haber adquirido el sentido de la ecolocación a base de mucha práctica y mucho ensayo. De inmediato me pareció aquella una más de las trolas con que la gente anhela saltar a la fama o ganarse unos eurillos. Vosotros, amables internautas, conocéis a través de las entradas de este blog mi habitual escepticismo, pues soy hombre de ciencia. Así que decidí utilizar el método introspectivo para dilucidar si este asunto de la ecolocación humana era o no una patraña.

Con buena lógica, elegí los clics palatales como sonido con el que entrenar a mi cerebro pues se parecen bastante a los que emiten los delfines. Más adelante supe que las pocas personas que se han instruido en la ecolocación hacen lo mismo: chasquear con la lengua contra el paladar, o sea, imitar la onomatopeya que suele interpretarse como reprobación o reclamo de silencio. Con los ojos fuertemente vendados, avanzaba y retrocedía por el pasillo de mi casa produciendo series de clics palatales, ora más cortas, ora más largas, estas más rápidas, aquellas más lentas, cambiando en intensidad... Al principio me sentí ridículo viéndome enfrascado en semejante estupidez, pero si aquel individuo declaró que le éxito le costó meses, no iba yo a abandonar al primer intento. Me propuse entonces realizar ese absurdo recorrido de gallinita ciega todos los días durante media hora. Al cabo de una semana o diez días, fue en una de las evoluciones, a mi juicio aún inútiles, cuando me quedé paralizado por la sorpresa: noté a mi derecha el vano de la puerta del cuarto de baño. Difícil describir el hormigueo de mis emociones ya que se trataba de una sensación por completo nueva para mí. Al oír mis propios paquetes de chasquidos, en mi mente se formaba la impresión verídica de que a mi izquierda ya no se hallaba la pared del corredor, sino un hueco con una reververancia más lejana. Curiosísimo, de verdad. No os miento si os asevero que mi corazón pegó una extrasístole con esa percepción inédita, parecida a un presagio, e imposible de expresar con palabras.

No os cansaré, estimados lectores, con el proceso posterior de mi entrenamiento. A los efectos de lo que os contaré a continuación, os bastará con saber que domino ahora una técnica según la cual, tras unos 15 ó 20 clics palatales, obtengo una especie de imagen a grosso modo de lo que hay a mi alrededor. No con demasiada resolución, lo admito, aunque sí hasta el detalle de distinguir (o mejor, presentir) formas y objetos del tamaño de un cenicero.

Pues bien, tras estos imprescindibles precedentes, ahora viene la inquietante historia que os deseo relatar. Sucedió el sábado pasado en el Torcal de Antequera, un exuberante paraje natural famoso por la fantástica acción que los meteoros han realizado en la roca rebelde. No creo que haya un solo libro de geología general en el que no se mencione al Torcal como prototipo de erosión kárstica. Arriba, en la meseta, a 1060 metros de altitud, la Junta de Andalucía ha construido un centro de acogida para visitantes y el edificio que deberá albergar al futuro observatorio astronómico. Con la débil esperanza de encontrar cielos despejados, unos cuantos amigos acompañamos a Francisco, el flamante Director del observatorio. Bien pronto nos convencimos de lo inútil de montar los telescopios pues, nada más salir de la comarcal y comenzar la ascensión por la carretera de montaña, la furgoneta se sumergió en una niebla que se espesaba quilómetro a quilómetro. Viajábamos en el vehículo Francisco, Eduardo, Valentín y yo. Por detrás nos seguía Carlos en su BMW.

¿No hemos llegado?, porque ni siquiera se ve el observatorio. Claro que hemos llegado, circulamos por el aparcamiento, la cúpula debería de estar ahí.

Mas no la distinguimos hasta llegar a su misma base. Al apearnos, nos reímos un momento con la situación. Vaya una noche de perros la que habíamos escogido para mirar las estrellas. No obstante, había otras cosas en las que entretenerse. Francisco descargó más mobiliario con el que acondicionar una instalación que le entregaron vacía. Luego subimos a la cúpula. Alrededor de una hora invertimos en examinar las causas por las que los motores no terminaban de hacer su trabajo y en pensar soluciones para remediarlo. También hablamos de otros futuribles, que si cómo subir el reflector hasta lo alto, que si podrían fijarse 2 ó 3 columnas en la terraza sobre las que colocar sendas monturas, que si hay que tapar com gomaespuma el hueco entre el pilar maestro y el suelo de la cúpula para que el aire caliente de la sala de abajo no provoque turbulencias, que si se precisan deshumidificadores a mansalva...

Por fortuna, Francisco ya había llevado mesas, sillas, una radio con la que Carlos siguió el Madrid-Barcelona, y un microondas que nos proporcionó palomitas de maíz y té caliente. Disfrutamos de un rato de conversación muy agradable mientras cenábamos. Carlos se marchó en el descanso del partido, ya que perdió el interés con el gol de Messi. Los demás dijimos de quedarnos hasta terminar los víveres y bebidas. Eso sí, como el agua corriente la cortaban a las 22:00, aquel de nosotros que necesitaba orinar debía salir al campo a fin de no ensuciar el cuarto de baño. Cada vez que se abría la puerta impresionaba el telón albino de la niebla dibujado en el vano como un cuadro minimalista. Aunque nos lo tomábamos a guasa, innegable que en algo nos perturbaba la contemplación de aquella persiana de vapor de agua, una cortina uniforme y opaca, casi con vida propia, iluminada por los fluorescentes de la habitación. Creedme si os digo que más allá del umbral no se vislumbraban más de 10 centímetros de baldosas. Y si alguien, armado de una linterna, se internaba en las tinieblas, volvía a los pocos minutos exteriorizando su temor, aunque todavía medio en serio, medio en broma.

Porque no me imaginaba lo que había ahí afuera, Francisco, que, si no, me subo a la cúpula y meo en el platillo de la terraza. ¿Pero qué hay ahí afuera, Eduardo? Nada, Francisco, nada de nada, esa es la cuestión: que no hay nada: qué miedo, joder. ¿Miedo tú?, ja, ja, ja... Hombre, pues claro que sí, como para no tenerlo..., si es que te ves en medio de la nada. Y, además, se oyen unos ruiditos por aquí y por allá..., y tú sin saber de qué se trata ni poder moverte mientras no acabes... En la próxima, Alberto, me acompañas tú dando chasquidos con la lengua: así por lo menos estoy seguro de que no me estampo contra una piedra. Sí, claro, Eduardo, como que vamos a ir a mear de dos en dos, como las mujeres en los bares..., ja, ja...

Aquellas declaraciones nos provocaban más hilaridad que otra cosa. A mí, en particular, me divertían. Y no os extrañe que mis amigos supieran de mi habilidad para la ecolocación ya que han comprobado en numerosas ocasiones que no me quedo con ellos. A bien que no habremos pasado noches sin Luna, al raso y sin una sola luz encendida para no interferir en las observaciones astronómicas... Pero hube de cambiar de actitud cuando me tocó el turno a mí.

Confiado en mis clics palatales, clic, clic-clic, descendí por la rampa hacia el aparcamiento, clic-clic, clic. Percibí un bolardo de unos 3 palmos que esquivé sin titubear. Clic. Luego tuve el pálpito del bordillo de un escalón perpendicular a mi trayectoria, clic-clic. A mi derecha, clic-clic, adiviné la chapa de la furgoneta de Francis, clic, y más allá presentí las siluetas caprichosas y de timbre metálico de las rocas y el eco sordo de unas matas bravías. Aquí mismo. Para qué alejarse más, ¿no? Puesto de cara al observatorio, ver, lo que es ver, no se veía sino el rectángulo de luz de la puerta abierta flotando en la negrura. Creedme si os digo, queridos lectores, que aparte de esa especie de faro marítimo las sombras comenzaban a una cuarta de tu nariz. Daba la total impresión de que te hallabas en el espacio intergaláctico, envuelto en el misterioso manto de la energía oscura, a millones de pársecs de cualquier astro. Tranquilo, Alberto, no pasa nada ya que, como decía Eduardo, no hay nada ni nadie. Y el caso es que sí se escuchan ruiditos. ¿Crujir de ramas? A lo mejor. ¿Una alimaña? ¿Una perdiz? ¿Un conejo? Menos mal que ya has terminado. Regresa, porque lo del miedo de Eduardo no era tontería. Clic, clic-clic...

Alberto, qué te pasa, por qué vienes corriendo..., ¿y esa cara?, si parece que te has topado con un zombi... No sé si era un zombi, Valentín, pero sí que tenía forma humana: he tenido la corazonada de que me seguía una cabeza sobre un tronco con dos brazos: por la parte de abajo apenas si he detectado un apoyo irregular, como si las dos piernas las tuviera unidas en una. Y viene hacia aquí, ¿eh?: clic, clic-clic: rápido, lo mejor que podemos hacer es recoger los bártulos y tomar las de Villadiego.

Mis compañeros, que me conocen bien, supieron de inmediato que lo mío no era cachondeo, que si les aseguré que había una forma humana deambulando ahí afuera, entonces es que ahí afuera había una forma humana acercándose al observatorio. Echada la llave, los cuatro avanzamos juntos hacia el aparcamiento. Clic, clic-clic. Cuidado, Francisco, esa cosa la tienes justo delante, párate. El farol no alumbraba más que a Francisco y a Valentín en el eje de un ridículo cilindro de niebla, cli-clic, mas ambos supieron que no les mentía porque los puñeteros ruiditos procedían del punto exacto al que yo les señalaba. Clic. No sé si ellos también experimentaron un escalofrío ni si se les aceleró el ritmo cardiaco como a mí, clic-clic, pero retrocedieron hasta que todos nos reunimos en una piña. Clic. Aquí, tiremos por este lado, clic-clic, que se aproxima, venga ya. Los gritos se sucedieron impidiéndome en ese ataque colectivo de histeria el percibir con claridad mis chasquidos de lengua. Clic, clic-clic. Me cagüendiez, ¿pero dónde está la puta furgoneta de los cojones? Clic, ya llegamos, clic-clic. Nos sumió un terror unánime, clic, clic-clic, no recuerdo haber sufrido jamás aquel temor primario a lo desconocido. Clic. Venga, no nos entretengamos. Las mochilas al asiento trasero y todos dentro.

El parabrisas parecía la pantalla de una televisión sin sintonizar. Cuando Francisco activó el desempañador nos dimos cuenta de que no se trataba de vaho, sino de la nube en que estábamos inmersos. Clic, clic-clic. Francisco, por el amor de Dios, arranca de una vez, que lo tenemos ahí en la puerta, clic-clic... Presiento a esa cosa ahí,clic, a menos de un metro, clic-clic.

Ya os podéis figurar, apreciados amigos, el alivio que nos supuso alejarnos del observatorio y culebrear por la carretera hasta que, 15 quilómetros más abajo, recuperamos la visibilidad. Paramos en uno de los pubs de Villanueva de la Concepción. Allí sentados, cada cual frente a su bebida, charlamos de todo menos de lo que acabábamos de vivir, como si no nos creyéramos el episodio que nos había sucedido.

Hasta el día de hoy, todavía seguimos en la misma actitud.

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