27 jun 2008

La Semifinal Rusia vs España

Me pide el cuerpo despacharme aquí con algunas de las reflexiones, siempre vanales, que se me vinieron a la cabeza ayer noche durante el partido en el que España eliminó a Rusia.
1) Cada vez que veo a miembros de la familia real entre los espectadores (o miembras, vive Dios, o mejor miembro(s) y/o/u/e miembra(s) pues puede que haya solo de un sexo o de ambos y tanto en plural o en singular de cada clase), me formulo siempre la misma pregunta: ¿quién ha pagado su localidad?, ¿ellos mismos?, ¿acaso los han invitado?, ¿todos hemos contribuido? ¿Y el avión o el helicóptero? Pero lo peor suele acontecer con los comentarios almibarados y empalagosos de los locutores: ¿Se han fijado en cómo los príncipes celebran los goles? Ooohhh, qué estampa tan humana, qué faceta tan sencilla la de sus vidas tan sencillas. Ay, qué gustirrinín. Y cuando España marcó el primero, ellos han amagado un abrazo y se han contenido, pero con el segundo y el tercero ya se han abandonado al frenesí y la alegría con la mayor naturalidad. Aaahh, que se me cae la baba por la comisura derecha… Son nuestro talismán. Y cómo saludaron y desearon suerte a los jugadores con esos gestos asaz de campechanos… Oh, qué simpáticos. Y cómo se llegaron luego al vestuario a honrar con su presencia semi divina a nuestros gladiadores…
Puaggg. Si al menos los rusos no se hubieran cargado al Zar de todas las rusias, ahora podríamos comparar el papanatismo celtibérico con el estepario. Y luego escuché por televisión la guinda de los comentarios: Todos lo festejan, desde el Príncipe en el estadio hasta el último de los españoles en su casa frente al televisor. Lo que me faltaba, vamos, que me llamen el último de los españoles. ¿Qué he hecho yo para merecer puesto tan bajo en el escalafón?
2) Asombra cómo se transforma el escenario urbano en un proceloso bosque de banderas rojigualdas. Balcones, coches, mostradores, viandantes, motoristas, ventanas… Ya era hora de que se normalizase la situación. Bien con escudo constitucional, bien sin nada, bien con el exitoso logotipo de Osborne, esa noble silueta que recorta en vertical el paisaje de la piel de toro, parece ser que se desterró el uso vergonzante de la enseña por asimilación al facherío. Incluso debe dejar de asociarse el “aguilucho” (según tengo entendido, escudo de armas de Carlos III) con una opción política en decadencia.
3) A falta de letra para el himno, la victoria empuja a los festejantes callejeros a entonar sustitutivos, desde el simple chinta chinta que tatarea la partitura oficial, hasta el, no por pegadizo menos amenazante, ¡A por ellos, oé!, pasando por desenterrar de excavaciones arqueológicas el ¡Quevivaspaña! de Manolo Escobar, canción que se ha elevado de pasodoble verbenero a la categoría de mantra mágico-patriótico. Me parece muy bien. Qué queréis que os diga. Es un signo de originalidad el mantener un himno sin letra. Siempre afirmé que la música es expresiva de por sí, que no precisa de palabras. Además, estoy convencido de la imposibilidad vitalicia de ponernos de acuerdo en una letra. Téngase en consideración que aquí, en el transcurso de 100 años, nos hemos matado a gusto batallando nada menos que en 4 guerras civiles.
4) Asomado a la terraza, contemplo el ir y venir de automóviles tocando el claxon. Hay quien guardaba unos cohetes para esta circunstancia. Los peatones que se dirijen a las fuentes rituales del centro saludan con los vítores reglamentarios a los conductores. Admito que, pese a mi escasa afición al fútbol, me contagio de esta alegría colectiva. Eso sí, falta mi perro. En ocasiones como esta también se uniría al jolgorio correteando de un extremo a otro del pasillo, saltando de un sofá al contiguo a velocidades relativistas, encogiendo su cuerpecito con cada ladrido, como queriendo decir yo también estoy contento

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