19 jul 2008

Retratos suicidas

No sé cómo acabará este asunto, aunque sí cuándo comenzó. Y es que es el jueves el día en que viene Lana a darle un repaso a la limpieza de mi casa. Le abro la puerta medio dormido. De inmediato, mientras ella se cambia en el lavadero, preparo el té que beberé hojeando la prensa en Internet. La sincronía de nuestras acciones vaticina que Lana acabe de fregar mi dormitorio entre las secciones de ciencia de El Mundo y la cultural de El País. Atiendo mis e-mails apurando la tercera taza y escuchando cómo Lana aborda el baño principal. Es ese el momento en que salgo a la calle por primera vez, desocupando mi despacho para que ella quite el polvo y barra y vacíe el cenicero y la papelera. Paseo durante una media hora, el tiempo que calculo tardará la pieza en secarse. A mi regreso, puedo por fin empezar con mi trabajo diario.
Pero este último jueves, al entrar en la habitación, encontré el estor desplazado de su posición habitual. Colgaba por delante del velón de aceite que adorna la librería adosada al pie de la ventana. En el suelo, dos de los retratos reposaban boca abajo: uno de mi mujer con cinco años, la típica fotografía escolar de los sesenta en que el alumno se inclina sobre un libro enorme y un mapa mundi recorta el fondo, y otro mío, fósil de una de las orlas universitarias en que figuro como profesor. Tiré de la cuerda. En efecto, Lana había abierto la hoja por completo, algo que nunca hago con el estor bajado pues se corre el riesgo de que un golpe de viento infle la cortina como una vela provocando la caída de los objetos de la repisa. No obstante, aquello no tuvo importancia. Ninguno de los dos cristales se había siquiera agrietado. Solo uno de los marcos se abría por una esquina, que encajé de nuevo de un fácil apretón.
Sin embargo, esa misma tarde, me vestía después de la ducha cuando se cayeron a mi espalda otros dos retratos de la mesita de mi alcoba. Ahora se trataba de mi hija mayor togada para su graduación del bachiller, y del marco de bronce con una estampa antigua de la Virgen de la Victoria que heredé de mi madre. ¿Los tiraría yo mismo sin querer con el vuelo de la camisa al ponérmela? Quizás. Y a eso de las diez de la noche, la casa nos recibió a mi esposa y a mí con otros dos retratos sobre las baldosas, el de mi perro Fleky, un pequeño cuadrito que le trajeron los Reyes Magos con un hueso en su parte inferior, y el de mi hija menor vestida de gitanilla para la feria. Las explicaciones de estos hechos se hacían ahora difíciles. Máxime teniendo en cuenta que el terral nos obligó a cerrar todos ventanales a fin de mantener la casa fresca.
Y más extraño aún fue el golpe que escuchamos desde la cama, recién acostados. Me levanté con la intriga de ver qué ocasionó el ruido. Nada en el corredor. Nada en los dormitorios. Nada en la cocina ni en el distribuidor. Pero sobre las baldosas del salón descansaban, cómo no, boca abajo, otras dos fotografías, la de mis suegros en sus bodas de plata, y la de mi padre encorbatado y sonriendo a la cámara.
Y el fenómeno del desplome fortuito de retratos sigue produciéndose sin que se sepa su origen, siempre de dos en dos, siempre aterrizando boca abajo, siempre los de sobremesa, nunca los golgados de las paredes, siempre sin daños, nunca asistiendo a la trayectoria a que los somete la gravedad, siempre con el hecho consumado de su derribo. Y no hay más patrones que proporcionen indicios sobre el suceso. Igual se precipita un pariente que un grupo de amigos, una escena familiar que una fiesta, un recuerdo de un viaje por España que un ídolo del cine, un marco de plata que un simple vidrio con soporte trasero.
Qué curioso, ¿verdad?
Acabo de colocar todos los retratos de mi piso tumbados boca abajo. Quiero ver qué ocurre. Más adelante contaré el resultado de la experiencia.

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