6 abr 2010

Paraguas cerrados

No sé si recordaréis, queridos amigos, que por estas mismas fechas subí al blog el año pasado un par de spots relacionados con la Semana Santa. Porque confieso que soy un entusiasta de la Semana Santa, o sea, lo que se denomina en estas tierras un semanasantero. De ahí que apenas si se haya notado actividad en este sitio web durante la Cuaresma. En aquella ocasión escribí 2 narraciones breves, una con tintes de parodia absurda, otra con ingredientes fantásticos. Pinchando AQUÍ podréis acceder a ellas sin necesidad de buscarlas en los enlaces de la izquierda. Sin embargo, hoy y en los próximos días os relataré algunas de las experiencias que he vivido relacionadas con el tema que me ocupa. La primera no sucedió precisamente durante la Semana Santa, sino en la procesión extraordinaria que realizó la Cofradía de Zamarrilla con motivo de la coronación canónica de su titular, la Virgen de la Amargura.
Para quienes no conozcáis Málaga, sabed que la Virgen de la Amargura, o de Zamarrilla, que el nombre del bandido acabó sirviéndole de apodo, recibe culto en una ermita, antaño situada a las afueras del caso urbano. En concreto, en el lado izquierdo del antiguo camino de Antequera. A lo largo del siglo XX, la ciudad extendió un brazo en esa dirección. La vieja carretera, hoy segmentada por la toponimia en una sucesión de calles larguísimas (Mármoles, Martínez Maldonado y Carlos Haya), se convirtió entonces en el eje de un nuevo barrio que se incrustó entre los más históricos de La Trinidad y El Perchel. La pequeña iglesia de una sola nave, tejado a dos aguas y graciosa espadaña acabó con el tiempo rodeada de bloques de pisos y al borde mismo de una de las más importantes arterias del tráfico, ya rodado, ya peatonal. Eso sí, su puerta de dintel de medio punto permanece abierta a casi cualquier hora del día. Así pues, como suele acontecer con las capillas callejeras, la gente comenzó a entablar con las imágenes que allí se alojan una relación cercana al paisanaje. Tanto la Virgen de Zamarrilla como el Cristo de los Milagros pasaron a integrar la nómina de vecinos. Rara la vez en que no pasase por allí y no distinguiera desde el exterior a 5 ó 6 personas dentro de la ermita en un turno ininterrumpido y casi organizado de visitantes diarios. Mi madre, sin ir más lejos, que no era precisamente una católica practicante, entraba todas las mañanas antes de hacer la compra para saludar a la Virgen. Esta popularidad se evidencia en las filas de promesas que marchan tras los 2 titulares en la noche del Jueves Santo. Nada de extraño pues en que le fuera concedido a la Cofradía el honor de coronar canónicamente a su Virgen de la Amargura, para lo cual viajó la imagen en un trono de estreno hasta la Catedral de Málaga a los hombros de doscientos y pico de sus hermanos.
El episodio que os quiero relatar sucedió en el desfile de regreso a la ermita, con la Virgen ya coronada. En esas fechas mi familia residía en los aledaños de calle Mármoles. Mi mujer, mis hijas y yo nos acercamos a la ermita a esperar, como otros centenares de espectadores, la llegada de la comitiva. Allí se congregó todo ese barrio sin nombre, más muchas otras personas del resto de la ciudad en una especie de multitudinario comité de bienvenida. El tiempo no acompañó. Ya desde la tarde se presagiaba la desgracia. Porque los malagueños y, en general, los cofrades de cualquier sitio saben bien la desgracia que la lluvia supone para una procesión, cómo sufren los enseres, los bordados, los estandartes, las túnicas, los palios, cómo las tallas pueden malograrse con daños terribles, en ocasiones irreparables. Una tragedia, sin duda.
Y hete aquí que la cruz guía aún no había alcanzado la Casa Hermandad, serían las once de la noche, no lo recuerdo con exactitud, cuando comenzó a caer una tormenta de las de aquí te espero. Como todo el mundo estaba prevenido por las amenazantes nubes del crepúsculo, en pocos segundos se cubrió la calle del magma multicolor de los paraguas. Los integrantes del cortejo, aun sin quebrar la formación, avanzaban con los rostros descompuestos, dibujando en sus facciones el desconsuelo y el temor. Una jornada que habría de concluir con la vuelta triunfal de la Virgen de su devoción, estaba marcando una fecha aciaga para la historia de la Cofradía de Zamarrilla. El trono, a fin de minimizar el desastre, aligeraba el paso a tirones cada vez más largos, olvidándose de la campana de órdenes. Las barras de palio se estremecían en un vaivén tembloroso como se estremecía y temblaba el ánimo de quienes presenciábamos aquella angustiosa escena. El público permanecía callado, con el corazón encogido por la catástrofe, muchos con los ojos húmedos o ambas manos tapándose la boca. En esto se oyó una voz por encima del estruendo del aguacero.
Cerrad los paraguas. Cerremos todos los paraguas. Si la Virgen se moja, que también nos mojemos nosotros. Venga ya, cerrad los paraguas de una vez.
Y todos cerramos de inmediato los paraguas, más que por obediencia instintiva, por haber compartido el sentimiento de un grito que rompió el silencio de la decepción. La lluvia caía ahora inmisecorde sobre nuestras cabezas, se deslizaba por nuestros semblantes de estupor y empapaba nuestras ropas. Pero nadie se movió de la baldosa que ocupaba. Cómo moverse de allí. Ni hablar. Ya puestos, había que aguantar a pie firme. Más aún, al estrépito de aquel espantoso chaparrón se unió el de un aplauso unánime, como si en vez de nubarrones la procesión hubiera llegado bajo la luz de las estrellas. Y luego comenzó la gente a actuar con la naturalidad de una benigna noche de verano, y se oyeron y corearon uno tras otro esos vítores que se llevan las vírgenes.
Viva la Virgen de la Amargura. Viva. Viva la Virgen de la Amargura. Viva. Viva la Virgen de la Amargura. Viva. Arriba la Virgen de la Amargura. Arriba. Viva la Zamarrilla coronada. Viva...
Y si algún despistado aparecía con retraso por un callejón para unirse al encierro, en seguida se le conminaba a cerrar su paraguas y mojarse como nos mojábamos los demás.
Ese paraguas, que se cierre es paraguas.
Y el individuo también lo entendía. Y el individuo también lo cerraba. Y el individuo también se unía al coro y a la ovación. Y el individuo también se empapaba de agua de lluvia, como empapados estábamos todos de resignación y de entereza.

1 comentario:

  1. Has vuelto con fuerza, veo. Me gusta el ritmo de este relato.
    1 abrazo de tu sobrino

    Luis

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